Para Dídac.
A veces, aunque estés lejos
pienso que vibramos a
la misma
frecuencia.
Somos como aquel caso,
ese que me contaste
aquella noche.
Tú eres una tropa, un escuadrón
de
soldados que va haciendo
una marcha
militar,
un ritmo in
sidioso con los talones.
Puede que incluso vayan cantando
la canción de
La misión cumplida,
el himno de su legión o
la marcha de los boinas verdes.
Me los imagino moviendo los brazos
y las piernas rítmicamente, en una
extraña coreografía en
la que
avanzan, ya no uno por uno,
sino como un solo cuerpo
articu
lado en único pelotón.
Hombres que han dejado de ser ellos
para ser un número de chapa.
Hombres
famélicos vestidos de camuflaje verde alien,
con sus medallas colgadas de sus pechos inflados
y sus rifles descansan
do en sus hombros huesudos.
Me los imagino a
sí y, además,
es un día lluvioso.
Tú eres ellos.
Tú llegas con la fuerza de un batallón
que se dirige al campamento o a
la guerra.
No importa tu destino, porque, sea cual sea,
nunca vas a llegar a él.
Vas a tropezar conmigo.
Yo soy ese puente que se cruza
en tu camino.
Soy ese puente
de petril composición magmática.
Soy firme, clásico y no muy ostentoso.
Soy gris. Un color anodinamente prudente.
No me asusto con
facilidad como
si fuera
un vulgar puente colgante de
La Patagonia.
El viento agita el agua a mis pies
y
la espuma salpica mis contrafuertes.
Pero yo no me inmuto. Yo sigo ahí.
Callada. Espero que algo cambie
mi vida;
aunque, en el fondo, tengo la sombría
certeza de que permaneceré allí
por muchos milenios en los que
todo mi entorno se transformará,
menos yo.
Yo, que continuaré observando
en mis noches mudas
la
remontada al río de los salmones,
y el rodar de los carros y carretas
fabricados por los hombres,
y luego de sus automóviles y,
finalmente, de sus tanques
militares
sin que yo pueda hacer nada
por impedir la invasión napoleónica.
Porque yo, no soy nada más
que un puente cuya única función
es
la de ser en acto sin potencias.
Limitarme a permanecer ahí
resistiendo las terribles ganas de
levantar los extremos
y echar a volar.
Ser un dragón de roca, un ónix alado.
Es por eso que no espero que tu llegada
simbolice un hito en el discurrir de
la eternidad,
ni tú esperas que yo trastoque tu rumbo.
Resulta que nos encontramos.
Resulta que nos encontramos y que vibramos
a
la misma frecuencia, y que tu paso,
aun siendo una fuerza
relativamente pequeña,
una fuerza de cientos de minúsculos pies
golpeando al mismo compás...
me hace vibrar.
Entonces, es cuando siento que me desintegro.
Que tú me has destrui
do y que también
estás cayendo al vacío conmigo.
Es como una avalancha en una
sinfonía de notas mu
sicales.
Me has roto, como
la soprano
hace estallar
la copa de cristal
al sostener por largo rato
la frecuencia de
resonancia de
la misma.
Ahora, no soy más que sedimentos
en el río.
El agua fluye por todas partes.
Las algas me abrazan y me acogen
como
si siempre hubiera estado allí,
como
si siempre hubiera sido un elemento submarino.
Mi superficie está fría,
ya no
la recalienta el
Sol.
Pero, a pesar de eso,
por dentro me alegro
de ya no ser un puente.
De poder dejarme arrastrar por
la corriente,
de poder ver mundo, y bosques salvajes,
y ciudades aún más salvajes.
Me alegro de haberte conocido.
Esto no hubiera pasado sin ti.
Y, aunque los soldados rasos,
los cabos, y hasta el teniente coronel,
ya hayan salido del agua
tras haber estado charlando con los peces.
En tanto que sus prendas de ropa,
sus uniformes, se secaban en
la orilla.
Después de haber retomado la marcha,
y de que cada uno se desperdigara,
y
regresara a casa con su mujer
e hijos.
Y les contasen esta historia
—o no—.
Después de todo ello,
aunque sé que estoy lejos de ti,
me consuela saber que
"seguimos en
la misma onda",
que tus revoluciones por minuto
son mis mismos herzios.
Que no importan los eones
que pasemos separados.
Que, cuando volvamos a encontrarnos,
será como
si nunca
hubiese pasado el tiempo.
4 de agosto de 2013, Madrid.
Olivia D.